Iglesia Camino Real
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12. El Padre nuestro


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Es la oración cristiana fundamental. Enseñada por Jesús. 

Uno de sus discípulos le pidió a Jesús que les enseñara a orar y Él lo hizo, enseñándoles la oración del Padrenuestro. (Mt 6, 9-15)

Al decir el Padrenuestro, le pides ayuda a Dios y al mismo tiempo te comprometes a vivir como hijo de Dios.

Se trata de vivir las palabras de esta oración, no solo de repetirlas sin fijarnos en lo que estamos diciendo.

Jesús, que llama a Dios, Papá, nos invita a repetir con él sus palabras. También nosotros estamos llamados a ser sus hijos, y a demostrarlo con nuestras vidas y obras, como lo hizo Jesús.

Ser hijo (y poder llamar a Dios "Papá") es un gran honor y una serísima responsabilidad. La Iglesia desde sus orígenes entendió así esta enseñanza de Jesús y se cuidó mucho de no desvalorizar el sentido del Padrenuestro. Esta era la oración de los cristianos, de los hijos, de los que seguían a Jesús, participando y construyendo el Reino. La oración de quienes se habían convertido mediante el Bautismo y habían optado por la vida de Dios.


 

-SALUDO: “PADRE NUESTRO QUE ESTÁS EN EL CIELO”

Padre” nos reconocemos como hijos de Dios. Y ponemos toda nuestra confianza en El, nuestro Padre Celestial.

nuestro” porque es mío, de Jesús y de todos los cristianos.

que estás en el cielo” significa que Dios está en los corazones que confían y creen en Él. El cielo no es un lugar sino una manera de estar en Dios.

 

El Padrenuestro está formado por un saludo y siete peticiones.

1) “SANTIFICADO SEA TU NOMBRE”: Expresamos a Dios nuestro deseo de que todos los hombres lo conozcan y le estén agradecidos por su amor. Que su nombre sea pronunciado para glorificarlo y no para blasfemar.

 

2) “VENGA A NOSOTROS TU REINO”: señorío de la gracia
para que tú reines en nosotros por la gracia y nos hagas llegar a tu reino, donde está la visión manifiesta de ti, el amor perfecto a ti, la unión bienaventurada a ti, el goce por siempre de ti. Nos referimos a hacerlo presente en nuestra vida todos los días. Hacer crecer Su Reino mediante la Evangelización y la conversión de los hombres, dándolo a conocer, Su Palabra y su Amor. Que vivamos impregnados de su Amor.

 

3) “HÁGASE TU VOLUNTAD, EN LA TIERRA COMO EN EL CIELO”: Que sea Su Voluntad en nuestra vida, y no la nuestra. La voluntad de Dios es nuestra salvación: que reine la verdad, que el vicio sea destruido y florezcan las virtudes.

 

4) “DÁNOS HOY NUESTRO PAN DE CADA DÍA”:

En las tres peticiones anteriores se piden bienes espirituales que ya comienzan a hacerse realidad en este mundo, aunque de forma incompleta. Con esta petición el Espíritu Santo nos enseña a pedir algunas cosas necesarias para conseguir el perfeccionamiento de la vida presente, y nos muestra al mismo tiempo que Dios se preocupa también de nuestras necesidades temporales.

Nos referimos tanto al pan de comida para satisfacer nuestras necesidades materiales como al pan del alma para satisfacer nuestra necesidad espiritual. Esto significa que le pedimos que no nos falte alimento ni tampoco el pan del alma, donde Cristo se da a nosotros. “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4, 3-4)

 

5) “PERDONA NUESTRAS OFENSAS, COMO TAMBIÉN NOSOTROS PERDONAMOS A QUIENES NOS OFENDEN”:

PERDONA NUESTRAS OFENSAS”: Los hombres pecamos y nos alejamos de Dios, por eso necesitamos pedirle perdón cuando lo ofendemos. Porque para poder recibir plenamente el amor de Dios necesitamos de un corazón limpio y puro.

Un requisito para ser perdonados es que también nosotros perdonemos las ofensas que nos ha infligido nuestro prójimo. Si no perdonamos a nuestro prójimo, Dios no nos perdonará a nosotros. Quien no tiene intención de perdonar a su prójimo parece, a primera vista, que miente al orar esta petición.

COMO TAMBIÉN NOSOTROS PERDONAMOS A QUIENES NOS OFENDEN”: Este perdón debe nacer del fondo de nuestro corazón y para eso necesitamos la gracia del Espíritu Santo, es decir, pedirle a Dios que nos ayude a perdonar  a quienes nos ofendieron. “Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian” (Lc 6, 27-36)

 

6) “NO NOS DEJES CAER EN LA TENTACIÓN”: Le pedimos a Dios que no nos deje tomar el camino que conduce hacia el pecado, hacia el mal. El Espíritu Santo nos ayuda a decir no a la tentación.  Hay que orar mucho para no caer en tentación.

Tentar es poner a prueba nuestra virtud. La tentación puede ser una manera de comprobar hasta qué punto estamos disponibles para hacer el bien. A veces Dios nos tienta para inclinarnos al bien, no para conocer nuestra virtud, sino para que todos la conozcan y la tomen como ejemplo. Pero la tentación puede presentarse a veces como una invitación al mal. En este caso nunca viene de Dios. Quien nos tienta de este modo es nuestra propia carne, el diablo y el mundo.


 

El texto evangélico dice: “no nos metas en la tentación”. ¿Es que Dios puede meternos en la tentación? se dice que Dios nos mete en la tentación en cuanto que la permite, es decir, en cuanto que por los muchos pecados de una persona le retira su gracia, y sin ella cae en el pecado.

En cambio, le ayuda a que no caiga en la tentación por medio de la caridad, pues la caridad, por pequeña que sea en una persona, le hace resistir a cualquier pecado, pues como dice el Cantar de los Cantares: “las aguas torrenciales no podrán apagar el amor” (8, 7). Dios nos mantiene también firmes ante la tentación por medio de la iluminación del entendimiento; con esta iluminación nos instruye sobre lo que debemos hacer.

 

7) “Y LÍBRANOS DEL MAL”: El mal es Satanás, el ángel rebelde. Le pedimos a Dios que nos proteja de las astucias del demonio. Pedimos estar en paz y en gracia de Dios.

 

 

Hay cinco cualidades que deben estar presentes en toda verdadera oración: la confianza, la rectitud, el orden, la devoción y la humildad.

 

  La confianza nos permite acercarnos a Dios. Pero supone por nuestra parte una fe inquebrantable apartada de cualquier duda. En la carta a los Colosenses, en él se encuentran todos los tesoros de la sabiduría. Él es un Abogado justo, y el que juntamente con el Padre escucha nuestra oración.

La rectitud de la oración consiste en pedirle a Dios lo que verdaderamente nos conviene. El Apóstol Pablo nos dice: “No sabemos pedir como conviene” (Rm 8, 26).

El orden en la oración consiste en anteponer, en los deseos y las súplicas, lo espiritual a lo material, las cosas del cielo a las de la tierra. Así lo enseña el mismo Jesús cuando dice que debemos buscar primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se nos dará por añadidura (. Mt 6, 33).

La devoción en la oración tiene que brotar de una caridad ejercitada según el doble mandamiento de amor a Dios y al prójimo. Llamar a Dios “Padre” es una forma de expresarle nuestro afecto. Al decir “nuestro” y “perdona nuestras deudas” estamos rogando por todos en general, pues es el amor al prójimo el que nos mueve a expresarnos así.

La humildad se muestra en que no esperamos alcanzar lo que pedimos con nuestras solas fuerzas sino con el poder de Dios.

 

La oración es, en primer lugar, un remedio eficaz y útil contra los males: nos libra de los pecados cometidos y nos obtiene el perdón, como al ladrón en la Cruz. Nos justifica. Nos libra del temor a volver a pecar. Nos libra de las persecuciones y de los enemigos.

En segundo lugar, la oración es eficaz y útil para conseguir todos nuestros deseos. Pero para ello -como dice Jesús- es necesario orar con fe, creyendo que lo que pedimos en la oración lo recibiremos; hay que pedir con insistencia, sin desfallecer, y hay que pedir lo que más nos conviene para alcanzar la salvación.

 

En Mateo 6:13 nos habla de tres términos: Reino, poder y gloria.

La primera palabra -reino- se relaciona con la predicación de Jesús acerca de la irrupción del reino de Dios en nuestro mundo.

Las otras dos, -poder y gloria-, tienen que ver con la revelación de la gloria de Dios que se hará manifiesta universalmente, en el cielo y en la tierra, el día de la segunda venida de Jesucristo al mundo, tal como se nos dice en Mateo 24:30: Y verán al Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del cielo, con poder y gran gloria.

Lo que al principio de la oración se expresa en peticiones, ahora, al final, se recoge en adoración.

El reino está comprendido en la petición: Venga tu reino.

El poder tiene que ver con la petición: Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra.

Y la gloria está relacionada con la petición: Santificado sea tu nombre.

¡Porque tuyo es el reino! Con estas palabras confesamos nuestra fe de que el reino de Dios triunfará sobre todo dominio y señorío de este mundo.

El diablo sabe perfectamente la fuerza de las palabras: ¡Tuyo es el reino! Él sabe que sus días están contados. Sabe que su hora está a punto de sonar. Sabe que su reino está por acabar. Por eso redobla sus esfuerzos y desata sus malas artes para multiplicar el mal y el sufrimiento en el mundo.
Por eso en medio de las pruebas y las adversidades, ponemos nuestros ojos en Dios y oramos con fe, diciendo: ¡Tuyo es el reino! Y con esta adoración en nuestros labios y en nuestro corazón, retomamos nuestras tareas cotidianas y nuestro testimonio cristiano ante el mundo, sin importarnos reveses, desprecios, burlas, ataques, enemistades, ni indiferencias, porque sabemos que suyo es el reino.
En todo momento nos alientan las palabras de Jesús que dice: No temáis, manada pequeña, porque a vuestro Padre le ha placido daros el reino (
Lucas 12:32).

¡Tuyo es el poder! Con estas palabras confesamos en fe y adoración que el poder divino, al final, se impondrá y triunfará sobre todo otro poder espiritual y humano, tanto en la tierra como en el cielo. Tampoco esto nos resulta a veces fácil de creer y confesar.

Y es que cuando contemplamos todas esas catástrofes desproporcionadas y terribles como inundaciones, terremotos, sequías, huracanes y fuegos forestales, tantas tragedias, guerras, conflictos, crisis económicas, paro obreros, emigraciones forzadas, circunstancia personales con tantos reveses, problemas familiares y laborales, enfermedades y esos golpes duros que la vida da y que marcan para siempre, sentimos surgir en nosotros la pregunta:

Dios mío, ¿dónde está tu poder? ¿Por qué tienen que ocurrir estas cosas matando y arruinando tantas vidas humanas? ¿Hasta cuándo todo esto? ¿Qué hay entonces del poder de Dios, del que decimos que tiene la última palabra?


A todo esto respondemos que cuando una persona ha sido tocada y conquistada por el amor de Dios que se reveló en Jesucristo, experimenta, para propia sorpresa, cómo cesan y se acallan en su corazón las voces indagadoras, las quejas y los reproches, mientras que se acrecienta en su interior la certeza de la fe que le hace decir con más fuerza y convicción: ¡Porque tuyo es el poder, por todos los siglos!

¡Y tuya es la gloria!

La palabra “gloria” es en la Biblia uno de los términos más sublimes.

Significa: brillo, esplendor, honor, honra, magnificencia, excelencia, majestad divina…, y todo esto en tal magnitud que la palabra “gloria” no se puede aplicar a nosotros, los hombres, en ninguna manera, dado que nuestro ser, nuestra naturaleza y condición, no son dignos de ella.
La gloria divina es nuestro destino final, pues Jesús oró a su Padre Dios, diciendo: Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado (Juan 17:24). Por eso concluye el apóstol Pablo: Y a los que predestinó, a éstos también llamó; y a los que llamó, a éstos también justificó; y a los que justificó, a éstos también glorificó (
Romanos 8:30).

¡Por todos los siglos!

Nuestra meta está junto al Dios eterno, allí está nuestra patria y destino final. Eternamente guardados, eternamente salvados. Ningún diablo alterará más ese descanso que disfrutaremos junto al Señor. Ningún burlador se reirá más de nosotros, ningún enemigo nos perseguirá más.

Y nosotros contemplaremos a Aquel a quien ama nuestra alma. Y esos momentos no serán breves instantes, como los que vivieron los apóstoles en el monte de la transfiguración, o como los que experimentamos nosotros en alguna reunión o culto bendecido, sino que durarán eternamente, porque eternamente permaneceremos delante del trono de nuestro glorioso Dios y Salvador, y día y noche le serviremos en su santo templo.

Y ningún reloj anunciará una hora de partir, y ninguna dolorosa despedida padecerá nuestro corazón, porque por todos los siglos permaneceremos en nuestro hogar celestial junto a nuestro Dios y Padre.


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